De censuras y censores
por Ana Urrutia
La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido
Milan Kundera
Almas muertas, la inolvidable novela de Nikolái Gógol, tuvo problemas para ver la luz, problemas que procedieron no del autor —todavía Gógol se encontraba en la cumbre de su creatividad y lejos de la actitud que le llevó a autocensurar, entregándola a las llamas, la segunda parte de su obra—, sino de los obstáculos que encontró en la censura zarista, que obligó al autor a efectuar numerosas correcciones en el manuscrito original y exigió la sustitución de su afortunado título por el de Los viajes de Chichikov, porque, como dice la Iglesia, “las almas son inmortales y, por lo tanto, no pueden calificarse de muertas”.
Este hecho, narrado por Nabokov, parece una simple anécdota, pero resulta muy significativo para entender el papel de la censura, de los censores y de los poderes de los que son deudores. No deja de ser curioso que en un país —la Rusia zarista de mediados del siglo XIX— donde el pensamiento cristiano era tan dominante e impregnaba de tal modo la vida cotidiana que los siervos recibían el nombre de “almas” (quizá para diferenciarlos de asnos, mulas, bueyes…y demás bestias de carga, que sólo poseían sus esforzados cuerpos); en un país donde lo incorpóreo y etéreo se había apoderado de los rudos cuerpos campesinos y donde la metonimia —grandes literatos, estos rusos— era moneda de uso corriente, de forma que las propiedades se indicaban por las almas poseídas y con la expresión “almas muertas” se designaba a los siervos muertos después del último censo, que continuaban vivos a efectos fiscales (de esas “almas muertas” quería valerse Chichikov para forjar su hacienda de “almas vivas”, y con objeto de comprárselas visita a diversos propietarios de los que se hace en el libro un retrato no precisamente favorable); en este país, decimos, no deja de ser curioso que cuando los censores empezaron a sospechar que el título elegido por Gógol era de largo alcance, que rebasaba el ámbito de los humildes siervos para adentrarse en el de los nobles e intocables propietarios, entonces —¡hasta ahí podíamos llegar!— cortaran por lo sano: nada de almas muertas, las almas son inmortales.
Lo dicho, muy significativo: el celo de los censores se esmera para neutralizar la más mínima crítica al statu quo (así será siempre que salgan a la palestra). Por ello, en aquella Rusia decimonónica en manos de la nobleza y de la Iglesia ortodoxa, la censura, que prohibía uno de cada cuatro libros, iba a hacer muchas veces la vida imposible al escritor (Pushkin, Gógol, Turgueniev, Lérmontov, Dostoievski, Tolstoi, Chéjov…) por el empeño en vigilar de cerca su obra.