viernes, 6 de abril de 2012

"De censuras y censores" por Ana Urrutia



De censuras y censores

por Ana Urrutia

La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido
Milan Kundera

Almas muertas, la inolvidable novela de Nikolái Gógol, tuvo problemas para ver la luz, problemas que procedieron no del autor —todavía Gógol se encontraba en la cumbre de su creatividad y lejos de la actitud que le llevó a autocensurar, entregándola a las llamas, la segunda parte de su obra—, sino de los obstáculos que encontró en la censura zarista, que obligó al autor a efectuar numerosas correcciones en el manuscrito original y exigió la sustitución de su afortunado título por el de Los viajes de Chichikov, porque, como dice la Iglesia, “las almas son inmortales y, por lo tanto, no pueden calificarse de muertas”.

Este hecho, narrado por Nabokov, parece una simple anécdota, pero resulta muy significativo para entender el papel de la censura, de los censores y de los poderes de los que son deudores. No deja de ser curioso que en un país —la Rusia zarista de mediados del siglo XIX— donde el pensamiento cristiano era tan dominante e impregnaba de tal modo la vida cotidiana que los siervos recibían el nombre de “almas” (quizá para diferenciarlos de asnos, mulas, bueyes…y demás bestias de carga, que sólo poseían sus esforzados cuerpos); en un país donde lo incorpóreo y etéreo se había apoderado de los rudos cuerpos campesinos y donde la metonimia —grandes literatos, estos rusos— era moneda de uso corriente, de forma que las propiedades se indicaban por las almas poseídas y con la expresión “almas muertas” se designaba a los siervos muertos después del último censo, que continuaban vivos a efectos fiscales (de esas “almas muertas” quería valerse Chichikov para forjar su hacienda de “almas vivas”, y con objeto de comprárselas visita a diversos propietarios de los que se hace en el libro un retrato no precisamente favorable); en este país, decimos, no deja de ser curioso que cuando los censores empezaron a sospechar que el título elegido por Gógol era de largo alcance, que rebasaba el ámbito de los humildes siervos para adentrarse en el de los nobles e intocables propietarios, entonces —¡hasta ahí podíamos llegar!— cortaran por lo sano: nada de almas muertas, las almas son inmortales.

Lo dicho, muy significativo: el celo de los censores se esmera para neutralizar la más mínima crítica al statu quo (así será siempre que salgan a la palestra). Por ello, en aquella Rusia decimonónica en manos de la nobleza y de la Iglesia ortodoxa, la censura, que prohibía uno de cada cuatro libros, iba a hacer muchas veces la vida imposible al escritor (Pushkin, Gógol, Turgueniev, Lérmontov, Dostoievski, Tolstoi, Chéjov…) por el empeño en vigilar de cerca su obra.


Pero la rígida censura de la Rusia de los zares se iba a quedar corta ante lo que llegaría a suceder en la nueva Rusia, que, agrupada con otras repúblicas, pasó a formar parte de la URSS, patria del socialismo surgida a partir de la revolución bolchevique de 1917. Porque esa URSS, nacida con la intención de ser un paraíso, se convirtió en una cárcel inmensa. Cárcel de cuerpos y almas. En ella, ya no fue suficiente cambiar, mutilar o castigar la obra, sino que se hizo lo propio con su responsable, el autor. De esta manera, la frase antes empleada, “hacer imposible la vida al escritor”, para indicar los problemas y desvelos que éste debía afrontar para sortear a los censores se volvió aterradoramente literal: significó exactamente y al pie de la letra lo que dice, ya que el escritor que expresó la más mínima discrepancia o desvío del rígido sendero del realismo socialista —es decir, no bastaba con no disentir, era necesario ser propagandista— no pudo vivir como tal en la URSS: se vio abocado al exilio, sea irrevocable (Nabokov, Berberova, Berlin, Brodsky…) o temporal (Biely, que murió poco después de regresar, en 1934, Tsvietáieva, que se ahorcó en 1941…); al silencio (Platónov, Pasternak, Bulgákov, Ajmátova…); a la muerte (Maiakovski, que se pegó un tiro en 1930, Bábel, ejecutado en 1940…); o a los campos de concentración (Mandelstam, que no volvió, Solzhenitsyn…).

Respecto a la suerte de los escritores del pasado, Koestler nos lo cuenta “El Estado [que poseía el monopolio en materia de publicaciones] volvía a imprimir en ediciones baratas algunos clásicos que manifestaban “una actitud socialmente progresista”, como, por ejemplo, Guerra y pazOblómov y Almas muertas; lo demás, incluido la mayor parte de Dostoievski, quedó, si no exactamente prohibido, condenado a olvidarse por el simple expediente de no volver a imprimirlo”.

Como podemos ver, en esta época no servían ni metáforas ni metonimias, sólo contaba la realidad. Cuerpos sin almas. Cruel realidad que quebró la voz, la creatividad y los huesos de muchos escritores rusos. Otra cárcel, otros horrores, otro estado totalitario en el corazón de Europa: la Alemania nazi. En 1933, siguiendo órdenes del ministro de Instrucción Pública y Propaganda —que previamente había condenado los libros escritos por judíos, liberales, pacifistas, izquierdistas y extranjeros, e invitado al saqueo de las librerías que los tuvieran—, se procedió a quemar públicamente miles de libros. Este hecho, el férreo control de los medios de comunicación, la frase “Cuando oigo la palabra cultura, saco la pistola”, y la calificación del arte pictórico de la época, el expresionismo y las corrientes a él ligadas, como “arte degenerado” constituyen la mejor tarjeta de presentación del nazismo. Luego vendrían el exterminio sistemático de judíos, comunistas, homosexuales, gitanos…, y la sumisión absoluta a un régimen inhumano.

Cruel realidad de nuevo. Pesadilla hecha realidad. A los escritores y pensadores que no encajaban en ella les quedó el exilio (Mann, Brecht, Arendt, Adorno, Broch…), la huida imposible y el recurso al cianuro de Benjamin o el tiro en la nuca recibido por el polaco Bruno Schultz en un campo de concentración. Campos cuya monstruosidad conocemos gracias al testimonio de escritores que los padecieron: Primo Levi, Margarete Buber-Neumann, Jorge Semprún, Imre Kertész…

La República española tampoco se salvó de los siniestros aires de la época. La cruenta guerra civil que acabó con ella significó también el fin de la riqueza cultural e intelectual que la había caracterizado. Al asesinato de los poetas García Lorca y Lauaxeta, se sumaron las muertes de Antonio Machado (recién exiliado, en Colliure), de Unamuno (confinado en su casa de Salamanca) y de Miguel Hernández (en una cárcel franquista) y el éxodo de muchos de los escritores restantes (Cernuda, León Felipe, Alberti, Salinas, Juan Ramón, María Zambrano, Sender, Altolaguirre, Chacel, Bergamín, Max Aub, Prados, María Teresa León…). A los que quedaron dentro les esperaban tiempos difíciles.

“Las circunstancias me obligaron a venir en los cincuenta y quedé horrorizado. No era sólo la represión, era el clima de miseria moral e intelectual”, con estas palabras ha explicado recientemente el editor Jaime Salinas, hijo del poeta Pedro Salinas, su impresión al llegar a la España de entonces. Para hacernos una idea de aquellos tiempos, resulta interesante consultar el libro Artaziak (Tijeras), de Joan Mari Torrealdai. En él estudia la censura sufrida por los libros vascos en el periodo 1936-1983 y explica en qué consistió y cómo se aplicó la censura en la España franquista.

La censura se ejerció en dos direcciones: como una censura a posteriori, que afectó a las publicaciones editadas durante la República, y como censura previa de las obras que a partir de entonces se intentara publicar. Del primer tipo, el que hemos denominado a posteriori, se encargaron unos Comités “depuradores”, cuya primera tarea era decidir el material a retirar: “…libros, folletos, revistas, publicaciones, grabados e impresos que contengan en su texto láminas o estampados con exposiciones de ideas disolventes, conceptos inmorales, propaganda de doctrinas marxistas y todo cuanto signifique falta de respeto a la dignidad de nuestro glorioso Ejército, atentado a la unidad de la Patria, menosprecio de la religión y de cuanto se oponga al significado y fines de nuestra Cruzada Nacional”. A continuación, parte de lo retirado era quemado (“obras pornográficas de carácter vulgar sin ningún mérito literario y las publicaciones destinadas a propaganda revolucionaria o a la difusión de ideas subversivas sin contenido ideológico de valor esencial”) y el resto se conservaba bajo llave (“los libros y folletos con mérito literario o científico que por su contenido ideológico pueden resultar nocivos para los lectores ingenuos o no suficientemente preparados para la lectura de los mismos”).

El clima precursor de ese espíritu purificador y paternalista se fue gestando desde los años treinta. Torrealdai aporta varios ejemplos de ello. Uno es la celebración por parte de jóvenes fascistas del Día del Libro de 1930 en la Universidad de Madrid, que consistió en una quema de libros bajo el lema: “No más libros que trastornen el seso como a Don Quijote”; otro es la llamada realizada en el periódico Arriba España en 1936: “Camarada: tienes obligación de perseguir y destruir al judaísmo, a la masonería y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas”; y, como último botón de muestra, la quema pública de libros organizada el 30 de abril de 1936, a punto de acabar la guerra, por el SEU (Sindicato de Estudiantes Falangistas): “Condenamos al fuego a los libros separatistas, liberales, marxistas; a los de la leyenda negra; a los del romanticismo enfermizo, a los pesimistas, a los de modernismo extravagante; a los cursis, a los cobardes, a los pseudocientíficos, a los textos malos, a los periódicos chabacanos…”.







Por otro lado, se impuso, como ya hemos dicho, la censura previa, que exigía el examen por parte de los censores de los textos antes de su publicación. En virtud de su aplicación, como tal o de forma encubierta (desde 1966 se pudo elegir entre la consulta previa, voluntaria, y el depósito previo, obligatorio; pero en la práctica significó lo mismo), numerosos autores, libros, artículos, representaciones teatrales, películas, periódicos, revistas, canciones, etc. fueron censurados en todo el Estado español a lo largo del franquismo. Y después de la muerte del dictador, porque hasta 1983 se mantuvo vigente la obligación de presentar en la administración los libros antes de ponerlos a la venta.  

Tomamos las palabras de Ramon Saizarbitoria, escritor vasco cuyo libro 100 metro fue censurado en 1976 por razones políticas (“crítica ofensiva e inaceptable hacia el Gobierno y su actuación en el País Vasco, ofensas hacia la Policía y Fuerzas de Orden Público y velado espíritu separatista”), para internarnos en otro tipo de censura, que no se da a nivel institucional u oficial, sino que proviene de la oposición al poder establecido, un tipo de censura que ha sido ejercido en el seno de la izquierda europea. Dice Saizarbitoria en una entrevista con Hasier Etxeberria: “Ez diot neure buruari bakartzen Solzhenitsin-i sinetsi ez izana Gulagaren salaketa egin zuenean. Nola itsutzen gaituen ideologiak!” (“No me perdono el no haber creído a Solzhenitsin cuando denunció el Gulag. ¡Cómo nos ciega la ideología!”).

Estas palabras dan fe de del dogmatismo y de la hipocresía de los amplios sectores de la izquierda europea que se negaron a aceptar la realidad de los campos de concentración soviéticos o a criticarlos. Dogmatismo, porque la revolución y todo lo que le concernía, que en la práctica era la política de la URSS, se convirtieron en verdades incuestionables. No resultó decisivo el testimonio de primera mano de Solzhenitsyn, que pasó varios años de su vida internado en campos por el hecho de haber criticado al Zar Rojo en una carta a un amigo (algo parecido ocurre en La broma, de Kundera, que, como Solzhenitsyn, fue expulsado de su país, Checoslovaquia, y despojado también de su nacionalidad); como tampoco lo había sido el de Margarete Buber-Neumann, comunista alemana internada primero en un campo comunista y posteriormente en uno nazi; ni las denuncias de Koestler, Camus y Danilo Kis o las de escritores hoy menos conocidos como Vasili Grossman, David Rousset, Romain Gary y Germaine Tillon, a quienes, junto a Primo Levi y Margarete Buber, Todorov rinde homenaje en su obra Memoria del mal, tentación del bien, una profunda reflexión sobre el siglo XX.

Hipocresía, porque quienes imponían (y acataban) una especie de veto a todo lo que cuestionaba la política de la URSS dieron un buen ejemplo de lo que Freud denominó proyección: criticar en los demás lo que nos negamos a reconocer y aceptar en nosotros mismos; fórmula que viene a ser la versión moderna —psicoanalítica— de aquella otra más antigua que denunciaba el ver la paja en el ojo ajeno y no querer ver la viga en el propio.

El resultado de todo esto fueron las calumnias, el desprestigio y las difamaciones sufridas por quienes se atrevieron a mantener su independencia y a elevar su voz, minoritaria, contra “el mal” que proviene de la propia trinchera, después de haberlo hecho contra “el enemigo”. La actuación de esa izquierda cegada por la ideología recuerda a la de muchos creyentes, que, imbuidos de fe, son incapaces de ver las cosas desde otra perspectiva diferente a la marcada por su Iglesia; nos remite, por tanto, a la esfera religiosa. A ella le son inherentes los dogmas y las sacralizaciones, de ellas se nutren todas las religiones, tan reacias a admitir críticas a su actuación o a tolerar retratos distintos a los que ellas dan de sus fundadores o personajes clave.

La Iglesia católica creó la censura de libros, impuesta por la Inquisición después de la invención de la imprenta; como consecuencia, se elaboró durante siglos el famoso Indice, que contenía la lista de las obras prohibidas, y se efectuaron numerosos autos de fe, es decir, quemas de libros… y de algún que otro pensador, como Giordano Bruno, que mantenía herejías como que la tierra no era el centro del universo y que existían distintos mundos.

En la actualidad, surgen de forma esporádica pero endémica rebrotes de aquel espíritu intolerante, que se ceban principalmente en obras que interpretan libremente la vida de Jesús o de María; así, los murmullos suscitados por el Cristo de Pasolini en El Evangelio según Mateo (1966) se convirtieron en gritos exaltados ante las figuras —humanas, demasiado humanas— de la Virgen en Yo te saludo, María (1985), de Godard y de Jesús en La última tentación de Cristo (1988), de Scorsese (basado en el libro del mismo título de Nikos Kasantzakis). Estas películas han sido objeto de verdaderas persecuciones por parte de algunos sectores católicos, ejemplo de ello son los 12 años de censura sufridos por la de Scorsese en Chile. Saramago presentó en El Evangelio según Jesucristo (1991) a un Jesús transido de culpa y de compasión, condenado por designio divino a morir en la cruz para extender el poder de la Iglesia cristiana, que tampoco gustó, y llego a ser vetado por el gobierno luso del momento para el Premio Literario Europeo porque podía herir la sensibilidad del pueblo portugués. Si a esto añadimos la censura sufrida hace poco por una columna de Javier Marías para El Semanal titulada Creed en nosotros a cambio, en la que criticaba a la Iglesia católica y que al no ser publicada provocó la decisión del escritor de abandonar dicho medio, queda claro que la vocación censora sigue vigente.

También dentro de la religión islámica se han producido últimamente graves episodios de intolerancia, he aquí algunos de ellos: La fatwa sufrida por el escritor británico de origen indio Salman Rushdie debido a la publicación de Los versos satánicos fue la respuesta del ayatolá iraní Jomeini a la indignación provocada por la novela (es decir, por unos personajes de ficción) en numerosos musulmanes que la consideraron ofensiva para el Islam, Mahoma y El Corán. Dicha fatwa, que condenaba a muerte al escritor y a sus editores, obligó al autor a vivir en la clandestinidad y rodeado de estrictas medidas de seguridad hasta su anulación hace pocos años. Otro caso es el de la autora Taslima Nasrin, cuyo libro Vergüenza fue prohibido por las autoridades de Bangladesh, de donde tuvo que exiliarse en 1994, después de ser declarada enemiga del Islam. El Nobel egipcio Naguib Mafhuz sufrió en su propia carne la intolerancia integrista al ser víctima de un atentado que lo dejo malherido.

Vamos a entrar ahora en el terreno de las democracias. En ellas, aunque muy lejos de los excesos de los regímenes totalitarios, tampoco es oro todo lo que reluce, porque de vez en cuando surgen periodos de autoritarismo en los que la libertad de expresión se ve restringida. Basta recordar los problemas sufridos por muchas películas (algunas de los cuales ya hemos citado) y el hecho de que el Ulises (1922), de Joyce —lo relata Christian Salmon en Tumba de la ficción— fuera calificado como literatura de letrina y bolchevismo literario, y estuviera prohibido en Inglaterra hasta 1937 y en EEUU hasta 1933; qué decir de la caza de brujas que se produjo en este último país a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, en virtud de la cual muchos artistas, entre ellos escritores como Lillian Helman y Dashiell Hammett (que pasó seis meses en la cárcel) tuvieron grandes dificultades para seguir adelante con sus profesiones.

Esos tiempos intolerantes están resurgiendo en EEUU a partir del atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas de Nueva York. Muestra de ello es la aprobación de la llamada Acta Patriótica, que conlleva una importante restricción de las libertades de expresión y de privacidad ya que en base a ella el FBI puede conseguir, sin saberlo el afectado, información sobre los documentos consultados por los usuarios de las bibliotecas y de las librerías; los encargados de éstas y los bibliotecarios están obligados a entregar dicha información, de no hacerlo pueden acabar en la cárcel.

Viniendo a casa, el panorama tampoco es idílico. El espíritu totalitario de quienes en nombre de la patria vasca asesinan al adversario político, despreciando el derecho más elemental, el de la vida, nos da idea de hasta dónde llegarían la censura y las trabas a la libertad de expresión que ellos impondrían. Por otro lado, el polémico cierre del diario Egunkaria, la suspensión de conciertos de Manu Chao y Fermin Muguruza, y las voces que pidieron la retirada de la película de Julio Medem La pelota vascala piel contra la piedra y —desde otros ámbitos— del libro Todas putas demuestran lo enrarecido del clima actual y los nubarrones que se están concentrando en el horizonte.

Los nubarrones producen tormentas, alguna gota nos ha salpicado (recordemos que el anterior responsable de Cultura del Ayuntamiento de Pamplona se negó el año pasado a abonar las facturas del libro Tortura en Euskal Herria y del vídeo Fucking Amal, adquiridas por dos bibliotecas de la ciudad); las tormentas son cada vez más aparatosas, con mayor despliegue de rayos y truenos autoritarios que tratan de imponer silencio. Sabemos que las tentaciones de acallar la crítica, borrar la disidencia y negar la diferencia son peligrosas, muy peligrosas. Pero también sabemos que Almas muertas, la obra escrita por Gógol en 1842, no sólo está viva sino que goza de excelente salud.

Bibliografía

Vladimir NABOKOV, Nikolái Gógol, Barcelona, Littera Books, 2002.
Arthur KOESTLER, Autobiografía, v. 2 La escritura invisible, Madrid, Debate, 2000.
EL PAÍS, 5/9/2003, Jaime Salinas gana el Comillas por el primer tomo de sus Memorias.
Joan Mari TORREALDAI, Artaziak, Iruñea, Susa, 2000.
Hasier ETXEBERRIA, Bost idazle, Irun, Alberdania, 2002.
Tzvetan TODOROV, Memoria del mal, tentación del bien, Barcelona, Península, 2002.
Christian SALMÓN, Tumba de la ficción, Barcelona, Anagrama, 2001.

Publicación autorizada por la autora y la Revista TK. De la versión de Revista TK, N. 15, diciembre de 2003, pp. 13-18. 

Imágenes por Alba Cadena y Gloria Castaño / El Errante Insaciable

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