De todos modos, El Errante, que aquí hace parada, es un manojo de iterativos pasos, lúbrico e insatisfecho, que ha sido, es y será, la flagrante condensación del hastío, el escrutinio de la cotidianidad más rampante: a la vez el grano de sal y el sucesivo escozor que siente en la llaga del dedo una vieja pacata y pusilánime que inspecciona con ideas morbosas el retrato del recién adquirido amante de su hija. Mientras, sobre una mesa delicada y repugnante, un fastidioso gato de angora parece reírse de la escena cursi.
El errante, decimos, el que camina con el paso del ciego al que espera la zancadilla, es el sin rumbo y también la memoria del camino, de la palabra de la gente, de los rostros curtidos y oxidados que se dibujan en la pared de un lúgubre callejón; es el empecinarse en el espejismo de la subversión de la palabra que come del polvo herrumbroso de todas las doctrinas y vomita estas filosas volutas biliosas de un color impúdico y escandaloso.
Queda aun por referirnos al asunto de la insaciabilidad: ¿es de caminos de lo que no se puede saciar el errante? ¿o es otro su obscuro objeto del deseo?
El Errante Insaciable. Bogotá, 2010.
El Errante Insaciable. Bogotá, 2010.
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