martes, 21 de enero de 2014

¿ERRAR?


¿Cuál es la idea que llega a su mollera cuando se topa con tan ronroneante palabra? ¿Es la del camino incierto o la del yerro insalvable; la de la búsqueda o la del fracaso? Pero sí, además, existe un personaje empecinado y pretencioso que lleva ese verbo como condición permanente, ¿se lo figura cercenado de arraigo o equivocado perenne; antítesis del sedentarismo o sepulturero de  hipótesis? En cualquier caso hay una suerte de malestar, algo estomacal (como de pletórica indignación), punzante como el oportunismo del dedo indecente y definitivo como el último estertor, que lo incita a cambiar de dirección, a escarbar en otro bolsillo, a buscar otra ciudad, aunque esa ciudad no exista, como diría Kavafis.

De todos modos, El Errante, que aquí hace parada, es un manojo de iterativos pasos, lúbrico e insatisfecho, que ha sido, es y será, la flagrante condensación del hastío, el escrutinio de la cotidianidad más rampante: a la vez el grano de sal y el sucesivo escozor que siente en la llaga del dedo una vieja pacata y pusilánime que inspecciona con ideas morbosas el retrato del recién adquirido amante de su hija. Mientras, sobre una mesa delicada y repugnante, un fastidioso gato de angora parece reírse de la escena cursi.

El errante, decimos, el que camina con el paso del ciego al que espera la zancadilla, es el sin rumbo y también la memoria del camino, de la palabra de la gente, de los rostros curtidos y oxidados que se dibujan en la pared de un lúgubre callejón; es el empecinarse en el espejismo de la subversión de la palabra que come del polvo herrumbroso de todas las doctrinas y vomita estas filosas volutas biliosas de un color impúdico y escandaloso.

Queda aun por referirnos al asunto de la insaciabilidad: ¿es de caminos de lo que no se puede saciar el errante? ¿o es otro su obscuro objeto del deseo?

El Errante Insaciable. Bogotá, 2010.

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