"No sé si esto está bien o mal, de eso cada quien juzgue como le plazca. No sé qué pretenda el que me reciba en un lugar, no sé si ese negocio que inauguran es para conseguir ingresos o sólo sirva de fachada para algún plan siniestro. Estamos en una pantomima, en una mojiganga y cada quien debe actuar de la mejor manera para disimular lo que en realidad pretende"
Antes era un ser normal, o bueno, al menos eso pensaba. Caminaba la ciudad como un transeúnte normal, me echaba en el pasto a ver las nubes como un ente normal, cantaba en la ducha como un parroquiano normal y escogía un restaurante con las características que busca un hombre normal. Pero mi vida cambió. Ahora no reparo en que las uñas de la mesera estén limpias, ni en lo impecable del delantal, ni me interesa saber si hay moscas o pelos en la sopa. Ahora lo importante es sentarme en un restaurante en el que no vayan a interceptar mi teléfono, en un sitio donde pueda almorzar sin sentirme observado, como me sucede luego de conocer la noticia del restaurante Andrómeda.
Tremenda parafernalia que montó la inteligencia militar (sí, yo también lo noté, es un oxímoron, una contradicción ontológica) para sólo escuchar las cositas que le haría de La Calle a su señora o los negocios cochinos de Naranjo. Y por lo visto sin ninguna autorización judicial, sólo por cuidar el orden del panóptico, para que todo lo que pueda ser subversivo: una señora vendiendo medias, un lector voraz, el que pasa la registradora del Transmilenio sin pagar, no se vayan a desmadrar. Sale en los periódicos una de las cabezas de Cancerbero, botando babaza, asegurando que esas chuzadas están dirigidas por “fuerzas oscuras” y echa a dos milicos de alto rango. Pocos días después sostiene que no, que las chuzadas sí son legales, este tipo tiene un trastorno de bipolaridad crónico ¡qué peligro! Con esos cambios de parecer uno queda como aturdido. ¿Usted no ha pensado en todo esto?, ¿no lo confunde?, ¿no ha dudado del señor que le vende lo del almuerzo?, ¿del carpintero?, ¿del fotógrafo? Alguna vez estuve paseando en uno de los pueblos de Colombia, junto a la casa donde me hospedé había unos amables peludos, conversadores, serviciales, propietarios de una panadería común y corriente, así como en la que usted compra pan. Y un día antes del regreso, los tipos, tan atentos ellos, preparaban en el patio unas pipetas tan parecidas a las de uso restringido de las guerrillas, tan parecidas a las de fabricación artesanal, que yo no me atrevería a pensar que eran pipetas explosivas.
Antes era un ser normal, o bueno, al menos eso pensaba. Caminaba la ciudad como un transeúnte normal, me echaba en el pasto a ver las nubes como un ente normal, cantaba en la ducha como un parroquiano normal y escogía un restaurante con las características que busca un hombre normal. Pero mi vida cambió. Ahora no reparo en que las uñas de la mesera estén limpias, ni en lo impecable del delantal, ni me interesa saber si hay moscas o pelos en la sopa. Ahora lo importante es sentarme en un restaurante en el que no vayan a interceptar mi teléfono, en un sitio donde pueda almorzar sin sentirme observado, como me sucede luego de conocer la noticia del restaurante Andrómeda.
Tremenda parafernalia que montó la inteligencia militar (sí, yo también lo noté, es un oxímoron, una contradicción ontológica) para sólo escuchar las cositas que le haría de La Calle a su señora o los negocios cochinos de Naranjo. Y por lo visto sin ninguna autorización judicial, sólo por cuidar el orden del panóptico, para que todo lo que pueda ser subversivo: una señora vendiendo medias, un lector voraz, el que pasa la registradora del Transmilenio sin pagar, no se vayan a desmadrar. Sale en los periódicos una de las cabezas de Cancerbero, botando babaza, asegurando que esas chuzadas están dirigidas por “fuerzas oscuras” y echa a dos milicos de alto rango. Pocos días después sostiene que no, que las chuzadas sí son legales, este tipo tiene un trastorno de bipolaridad crónico ¡qué peligro! Con esos cambios de parecer uno queda como aturdido. ¿Usted no ha pensado en todo esto?, ¿no lo confunde?, ¿no ha dudado del señor que le vende lo del almuerzo?, ¿del carpintero?, ¿del fotógrafo? Alguna vez estuve paseando en uno de los pueblos de Colombia, junto a la casa donde me hospedé había unos amables peludos, conversadores, serviciales, propietarios de una panadería común y corriente, así como en la que usted compra pan. Y un día antes del regreso, los tipos, tan atentos ellos, preparaban en el patio unas pipetas tan parecidas a las de uso restringido de las guerrillas, tan parecidas a las de fabricación artesanal, que yo no me atrevería a pensar que eran pipetas explosivas.
No sé si esto está bien o mal, de eso cada quien juzgue como le plazca.
No sé qué pretenda el que me reciba en un lugar, no sé si ese negocio que
inauguran es para conseguir ingresos o sólo sirva de fachada para algún plan
siniestro. Estamos en una pantomima, en una mojiganga y cada quien debe actuar
de la mejor manera para disimular lo que en realidad pretende. Se imagina usted
cuánta plata lava la pastora Piraquive en nombre de Dios padre todopoderoso.
Con seguridad usted no le interesa ni a su madre, entonces el sistema no ha
enfilado baterías, no ha puesto sus ojos contra usted, pero cuando le parezca
necesario no tardará en saber hasta qué comida tiene entre las muelas. ¿Esto no
le angustia? ¡Angústiese! O no, mejor no lo haga. No logrará nada. Resígnese,
pase desapercibido lo que más pueda y fíjese muy bien en dónde almuerza.
De sobremesa. Un día como hoy hace treintaicinco años nevó en el Sahara, algo sólo
imaginable en la literatura sucedió en un lugar donde los africanos se
sancochan a cincuenta grados centígrados o más. Debió ser una maravilla. Por la
web encuentran fotos, pero quién sabe si son confiables, es tan gigantesco el
volumen de información a la mano que asimismo debe ser nuestra desconfianza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario